Aprender a Morir por José María Doria
En torno a las pérdidas, la muerte y la conciencia oceánica
"Despedir a un ser querido" y "Aprender a morir" por José María Doria
Artículo y Audioprácticas
Sobre las pérdidas y los duelos
Parece acertado afirmar que la raíz de todo dolor emocional que vivimos no es otra cosa que el síntoma de una pérdida que subyace más o menos encubierta.
Por el contrario, en cuanto sentimos alegría, suele haber detrás un sentimiento de ganancia implícita.
Bien sabemos que la vida puede también ser leída como una carrera de adquisiciones y pérdidas de las que nadie se libera. Las primeras nos expanden y confortan y, sin embargo, las otras nos contraen y entristecen.
¿Acaso no es la pérdida el común denominador que vive tras la enfermedad, la muerte, la traición, la desposesión, el rechazo, el fracaso y tantas otras vivencias humanas que contraen nuestro diafragma?
Al parecer, la inteligencia de vida nos ha diseñado con un potente “sistema de alarma” para que el agua de la vasija no se derrame por una grieta desconocida. Se trata de una “sirena de supervivencia” que funciona incluso cuando tal dolor lo padece el otro, y nos sentimos impregnados por pura compasión y empatía.
Alguien dijo que quienes creen que el río de la vida puede existir con una sola orilla, es decir, con la orilla del placer y la adquisición, e ignoran la otra – la del dolor por pérdida–, no entienden las leyes del cielo y la tierra.
Toda pérdida en la esfera de la salud, el dinero o el amor, con todos sus derivados, conlleva un nivel de duelo en función del grado de identificación que haya existido con lo que se va de nuestra vida.
El nivel de identificación con eso que hemos perdido causa un quebranto en la propia identidad egoica, que se ve disminuida. Aunque estemos bien entrenados intelectualmente para «entender» que la pérdida forma parte del juego, no podemos ignorar un proceso de contracción que merece ser abordado y aliviado como si tratásemos una cuestión médica.
Conforme recorremos cada ciclo vital, pareciera que nuestra identidad personal, a menudo con gran trabajo, un día caduca y agoniza. Bien sabemos que todo lo que existe está sometido a la ley del ciclo por la que nace, crece, toca el cénit, decae y muere. Podría decirse que a través de este ciclo vivimos varias vidas en una sola.
Cada cual sabe de los «momentos frontera» en los que se vio obligado a decir adiós al «viejo yo» y atravesar el vacío de las sombras antes de renacer en la fuerza.
Cuántas veces habremos oído que las crisis representan el momento crucial en el que soltamos el viejo trapecio sin que el nuevo haya todavía aparecido:
«Soltar lo viejo sin que lo nuevo haya llegado aún».
En tales situaciones valoramos el hilo de la consciencia, el testigo interno que no se ve eclipsado por las emociones dolorosas de la pérdida. Esto puede verse reflejado en la imagen de un buzo que, por más profundo que caiga, se sabe conectado con una fuente de aire que le dice: «Tranquilo, respira. Ahora estás bajando, luego subirás».
También podemos comprender que, aunque en la vida nos pasan grandes y pequeñas cosas, en realidad, para la gran quietud de nuestra esencia «nunca pasa nada».
Nuestro gran reto consiste en el arte de vivir en ambos mundos: tanto en el periférico del nivel persona –es decir, el nivel dual que se expande y contrae– como en la realidad mayor que representa la esencia: lo que observa y atestigua desde la plena consciencia.
Entonces ¿cuál es el antídoto al dolor de la pérdida?
La «aceptación» tiene la respuesta. A mayor aceptación, menor dolor y viceversa.cuando lo sucedido es plenamente aceptado, una aceptación que no viene del pensamiento ni de una esforzada voluntad de aceptar. En realidad, es la consciencia la que posibilita la resiliencia.
La plena consciencia de lo que uno vive durante el proceso de pérdida neutraliza la dramatización y evoca las grandes capacidades del alma: la compasión y la confianza.
Se dice que las espadas forjadas al fuego por los grandes maestros de la historia eran tan inquebrantables como la esencia consciente que estos habían descubierto en su interior con un perseverante entrenamiento en la autoconsciencia.
Aquellas espadas, que tardaban años en ser forjadas con ayuno, meditación y silencio, poseían la cualidad de la templanza. Su hierro había pasado por el fuego y el agua una y mil veces, adquiriendo esa inquebrantable fortaleza que también expresa el alma bien entrenada con ecuanimidad, aceptación y presencia.
Todo es posible en esos momentos en los que el pasado se retiró y respiramos dolidos la pérdida de la ausencia. Son momentos en los que la sincronía nos dice, una y otra vez, con sutil elocuencia:
Por su parte, las adquisiciones, aunque son bien recibidas y en muchos casos aumentan la seguridad de nuestro nivel persona, también defraudan y desencantan. Pasados los primeros momentos, la exaltación se apaga y retira. Y de la misma forma que el valle sigue a la montaña y la montaña al valle,las pérdidas suceden a las adquisiciones y las adquisiciones a las pérdidas.
No parece que huir del dolor o evadirlo sea una ruta para madurar de forma sana y segura. Se dice que «todo lo que se resiste, «persiste» y es que, tarde o temprano, el duelo sumergido y no resuelto vuelve de nuevo a salir como una vieja asignatura.
El hecho de «atravesar un duelo» conlleva ser capaces de «sostener» la propia tristeza, sabiendo que nuestros estados de ánimo se hallan sujetos a la ley de la impermanencia.
La antigua sabiduría proclama la ecuanimidad como un estado profundo desde el que se nos invita a la sobriedad y la moderación en las adquisiciones, y a la aceptación y la confianza en las pérdidas.
Aceptar no es resignarse. Si bien esto último supone una declaración de pasividad, la aceptación, por el contrario, conlleva comprensión activa de lo que sucede desde una visión mayor que amplía y libera.
La aceptación conlleva una rendición parcial del ego desposeído; un ego que, sin abandonar la actitud proactiva, honra a una inteligencia de vida o dimensión transpersonal desde la que suceden todas las cosas.
Sobre la muerte y la conciencia oceánica
Hablar de la muerte en una reunión cualquiera sigue siendo un tema inoportuno, tal vez por los duelos que ésta evoca.
La muerte todavía no se celebra, más bien se llora y, en muchos casos, se dramatiza. La muerte todavía no es concebida como la puerta inequívoca de acceso a la paz oceánica que un día nos encuentra.
En realidad, cuando alguien habla de ella, no nos lleva precisamente a sonreír; sin embargo, el que alguien, conocido o desconocido, complete su “campaña de la vida” y se marche, ¿acaso no merece una celebración? Celebrar la muerte de una persona es celebrar la vida que ha recorrido; es también honrar su camino.
En el estadio transpersonal se sonríe ante la muerte. A este respecto Nisargadatta dijo:
… Buena forma de bendecir a la muerte, suceda el momento en el que suceda.
De la misma manera que damos la bienvenida a un bebé que ya nace con muerte anunciada, nos podemos preguntar: ¿No deberíamos celebrar también la partida?
En realidad, se puede afirmar que estamos tan ciegos que, en muchos casos, preferimos el sufrimiento a la muerte. Hacemos esta inconsciente elección cuando, por ejemplo, prolongamos artificialmente la vida de muchos mayores a los que no damos permiso para morir. La muerte para muchos significa una tragedia. En realidad, con tales decisiones tomadas desde los propios miedos no reconocidos, lo que estamos es alargar la muerte.
Qué paradójico resulta esto, cuando lo que supuestamente pretendíamos era alargar la vida.
¿Qué es el apego?
¿Qué intenso vínculo nos impide soltar a quien le llegó su hora?
Sabemos que éste proviene de una condición neurológica diseñada para asegurar la supervivencia. Por otra parte, lo que también dificulta el desapego es lo complicado que nos resulta reorganizar nuestra vida sin esa persona.
No obstante, para salir de nuestro yo dolorido, quizás ayude el hecho de ponernos en el lugar de quien ha partido o muerto, resonando con la paz de quien ya es el no–dos y el no–tiempo de una oceánica nada.
Conforme desplegamos el arte de vivir, comprendemos que el soltar y dejar ir es una de las capacidades más preciadas que el ser humano puede manifestar a lo largo de su trayecto vital.
Nada sucede por casualidad, ni siquiera el accidente mortal acontecido a nuestro ser cercano, a quien llegó inesperadamente su hora. Nuestras mentes todavía asocian muerte con sufrimiento y, aunque no podamos evitar el duelo, por el contrario, el sufrimiento puede ser objeto de nuestra acción liberadora.
Sucede que tratamos de olvidar que somos finitos, que nacimos para algún día morir y que la muerte, por ser embajadora de una dimensión mayor, merece ser aceptada.
Sin embargo, en muchos casos, la muerte tiende todavía a ser considerada como un fracaso para la comunidad médica. Aceptemos que ésta sucede a quien le sucede y ocurre cuando ocurre.
En cualquier caso, trabajemos sobre ella para que ocurra con la mínima cuota de miedo, dolor o drama. En realidad, la misma Inteligencia que nos trajo a la vida, un día nos devuelve a casa.
En realidad, cuando el río llega al mar, deja de ser río y vuelve a ser lo que siempre fue: agua. Fue agua cuando era océano. Seguía siendo agua cuando se evaporó y se condensó en nubes y gotas de lluvia. Y seguía siendo agua cuando nació el pequeño manantial que se convertiría en un río camino al mar.
La “identidad–río” nació en el manantial; sin embargo, la “identidad–agua”, por el contrario, no nació: venía permanente en el “kit de origen”, porque con río o sin río, el agua ya era, es y será.
Por su parte, el ser humano es en esencia océano de infinitud y conciencia. Cuando un día nos “condensamos” como personas, entramos en la amnesia de la identidad esencial, creyéndonos ser tan solo una persona con un nombre y un número de DNI determinado.
Paradójicamente, el juego de la vida consiste en olvidar lo que realmente fuimos, somos y siempre seremos. Quizás algún día volveremos a recordar y a reconocernos como océano de conciencia.
“Aprender a morir” por José María Doria
“Despedir a un ser querido” por José María Doria
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