La puerta se abre y el público accede ordenadamente a la sala haciendo un paréntesis en cada cotidianidad. En un vestíbulo sin control de acceso, los boletos pierden sentido y cada asistente regala a cambio un gesto de reconocimiento.
Tras replicar el ademán que se carga de significado, siento que algo internamente ya ha cambiado. Me sumo a la armonía en la búsqueda de una localidad en torno al escenario que, vacío en esta ocasión, se presenta en el centro del auditorio.
Antes de tomar asiento, cada asistente obsequia nuevamente con una repetida inclinación, pero con distinto destino. Ahora, a la concurrencia. Nuevamente percibo un cambio íntimo. Esta vez no estoy solo.
Sin atril de dirección, alguien entre el público, quizá suscrito, avisa del inicio en tres convocatorias sucesivas. Cada acorde solapado con el siguiente tiene el mismo origen, el mismo destino y el mismo mensaje. Pero no son iguales.
Con cada trilliza, mi actitud y mi postura se van ajustando y mis párpados caen. Comienzo a ver. Me siento desnudo cuando el eco del último timbre deja de llegarme. Inesperadamente conecto con mi vieja amiga Vergüenza: “aquí está de nuevo…”
Levanto un párpado y antes de confirmarle a mi mente que mi cuerpo está vestido, me da tiempo a ver al público inmóvil, más bien en quietud. Haber dejado caer mi horizonte hace fácil que la oscuridad vuelva a mí. En ese preciso momento es cuando mi respiración, que hasta ese ahora no parecía existir, me cubre y me recuerda que siempre sucede, aunque yo no me dé cuenta.
En lugar de buscar la paz que no tiene, encuentre aquella que nunca perdió. Nisargadatta
Soy consciente de que el público presta atención a la audición que parece haber comenzado. Intento afinar mi oído, pero no consigo captar el sonido de ningún instrumento. Descarto una privación de mi facultad auditiva
puesto que evalúo ruidos que, aunque débiles, llegan a mí. Es entonces cuando otro viejo amigo entra en escena. El estómago se retuerce y apenas puedo evitar la mueca reactiva, “aquí está de nuevo…”
Vergüenza y Estómago, que no saben estar callados, elevan el tono y entran en un interminable diálogo hasta hacerme perder la noción del tiempo. Cuando se cansan y su ruido se hace lejano, me dispongo a disfrutar de lo que pueda quedar de la representación. Pero, en breve, me encuentro nuevamente con la ausencia de guión.
Decido aprovechar el tiempo y puesto que, sin llamarla, mi respiración vuelve a ser protagonista, abro voluntariamente un espacio dedicado a ella. Ya sé de antes que, al observar desde la curiosidad, consigo descubrir pormenores insospechados aquello que “siempre ha estado ahí”.
No tardo mucho en percibir el sutil vaivén, en diferentes zonas del cuerpo, de la frecuencia e intensidad de cada fase, incluso el espacio que queda entre cada inspiración y cada exhalación…
… es entonces cuando el vacío y silencioso guion se llena de un inesperado y fértil contenido, cuando a través de mis viejos velos y sin perder el contacto con la tierra, consigo ver la luz y a los que me acompañan en tan bello concierto, sin necesidad de ver con los ojos, por que alcanzo a verlo con el corazón.
Te advierto, quien quieras que fueres ¡Oh tú que deseas sondear los arcanos de la naturaleza! que, si no hallas dentro de ti mismo aquello que buscas, tampoco podrás hallarlo fuera. Si ignoras las excelencias de tu propia casa, ¿Cómo pretendes encontrar otras excelencias? En ti se halla oculto el Tesoro de los Tesoros. ¡Oh Hombre!, conócete a ti mismo y conocerás el universo y a los Dioses.
Oráculo de Delfos
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La salida está dentro