En caso de limitarnos a indagar en la vida y los déficits de la persona con adicción, nuestra comprensión será parcial, puesto que, realmente, se trata de una dependencia que nace en el medio relacional.
Muchos de los episodios acontecidos en nuestro sistema de pertenencia subyacen tras los desórdenes que vivenciamos “ahora”, de modo que la adicción, que se fundamenta en una respuesta, impropia, al dolor no atendido de la propia experiencia, también pueda ser resultado de la herencia familiar o comunitaria.
Como consecuencia de eventos vitales contractivos, podemos alejarnos de la confianza en los demás y en la vida, instalando el miedo en nosotros y reviviendo sin cesar el pasado de dolor que dibuja el perfecto encuadre para la adicción.
Somos expertos en “cargar con mochilas” con el ánimo de que quienes participaron del daño nos alivien, a la vez que entendemos racionalmente que esto no sucederá: nuestros ancestros no cambiarán, aquella expulsión no tiene vuelta atrás, no veremos más a aquel ser querido que partiera y el maltrato recibido no es evitable. Pero la comprensión profunda de que aquello es pasado y que depende solo de nosotros tomar la vida con todo su contenido, solo sucede a un nivel transracional que verdaderamente libera de la dependencia inconsciente de revivir una y otra vez el dolor de aquello.
Al menos en nuestra primera etapa vital nos concedemos un “límite de plenitud” designado por el que se permitieron nuestros progenitores: “Yo no tengo derecho a más que mis padres”. Principalmente cuando hemos conectado de niños con la carencia en nuestros padres, concluimos no traspasar la frontera inconscientemente marcada: “Yo como tú papá, mamá”.
Tras las adicciones solemos encontrar infancias marcadas por escenarios tan duros que la criatura desde muy pronto debe hallar caminos de evasión para subsistir emocional y psicológicamente. Estas maniobras de supervivencia están detrás de la adicción que toma el relevo de la protección bajo la tormenta. Esa que proporciona algo de paz.
La carencia de protección o afecto en nuestros primeros años, estimulan un vacío en el que enraizamos una tristeza profunda. Este abatimiento podrá forjar la adicción como tentativa de salida del agudo dolor en el alma. Merece ser reconocida la misión que en este caso cumple la conducta dependiente que anestesia el gran sentimiento de vacío, de vergüenza, de culpa, de frustración o rabia, incluso violencia, conducida a otros, pero también a nosotros mismos.
Nuestra necesidad infantil de pertenecer es tan instintiva y dependiente que puede hacernos capaces de escenarios inconcebibles, negando incluso nuestro propio ser. Llegamos a asumir que “algo malo” debe haber en nosotros para que no seamos queridos, nos agredan e incluso abandonen. Cegados por la máxima de que nuestros padres no pueden hacer algo malo nos agarramos a que el error está en nosotros.
El impulso de supervivencia nos impide renegar de nuestros cuidadores para asegurarnos el cuidado y alimento, traduciéndose esto en una incompetencia cuando de adultos repetimos los patrones internos de violencia, encarnando las figuras maltratadoras de la infancia, desechando al agresor externo para convertirnos nosotros mismos en nuestro peor enemigo.
Tomarnos a nosotros mismos de la mano y reconocer aquel miedo que nos colapsó y que hubiéramos vibrado con sentir más calor y afecto, el solo hecho de reconocer esto de nuestros propios ojos, nos acerca a una capa más honda y nuclear de nuestra identidad.
La vía de recuperación de una adicción se arraiga en el nivel transpersonal de consciencia. Es un camino profundo por el que accedemos a una mayor amplitud y profundidad, desde donde se hace posible dejar ir lo doloroso.
Se diluye el fantasma que imita una y otra vez lo vivido ensombreciendo el presente. Poner la mirada sin engancharnos en el propio dolor nos reconoce en nuestra vida y en nuestra persona de un modo más íntegro, no fragmentado.
La comprensión es la puerta de salida del mundo de dolor que inunda nuestra vida, y especialmente constituye el camino a trascender la dependencia y la adicción. Podemos poner límite o no a nuestra plenitud y completarnos mirando al propio dolor. Es posible estar en paz con lo que duele tanto, liberarnos de nuestras cargas y mitigarlas posándolas en el pasado al que pertenecen. El pasado queda en el pasado. Decidirnos a mirar “lo que fue”, nos abre la puerta a la anhelada paz: en el ahora hay una oportunidad de caminar ligeros e inocentes