La presencia compasiva

Cultivar la presencia compasiva es la clave para generar un espacio terapéutico en el que, además de darse las condiciones necesarias para que las heridas sanen, propiciamos que nuestra naturaleza esencial emerja.

La presencia compasiva se desarrolla practicándola tanto para con uno mismo, como para con los demás.

Aplicamos presencia compasiva hacia nosotros mismos cuando nos escuchamos internamente y damos espacio a las propias necesidades, así como cuando somos tolerantes y nos aceptamos incondicionalmente.

También lo hacemos cada vez que elegimos la benevolencia, en lugar de la autocrítica o la autoexigencia… Cada vez que decidimos acogernos, en lugar de recriminarnos… Cada vez que acogemos nuestra vivencia al completo, en lugar de vivirnos fragmentados y en lucha…

Aplicamos presencia compasiva en la relación con los demás cuando brindamos escucha amplia y sin juicios.

Brindamos presencia compasiva a las personas cuando somos capaces de ver más allá de sus patrones habituales y sus estrategias defensivas, reconociendo su vulnerabilidad y la “humanidad compartida” que a todos une en lo profundo. También lo hacemos cuando permitimos al otro ser como es, sin exigirle que cambie.

 

El cultivo de la presencia compasiva como camino

Para comenzar a transitar el camino de la presencia compasiva, podemos preguntarnos e indagar previamente en las múltiples maneras con las que ejercemos lo contrario, es decir, la violencia.

La violencia hacia uno mismo y hacia los demás toma muchas formas, desde las más sutiles e implícitas (no por ellos menos violentas), hasta las más evidentes. Así por ejemplo, la violencia se puede manifestar en forma de sutil resistencia, de exigencia o de lucha contra nosotros mismos, o bien contra una experiencia determinada.

Cuando queremos cambiar a una persona, incluso cuando nos justificamos que lo hacemos “por su bien”, estamos ejerciendo algún tipo de violencia, señala Ron Kurtz. Lo mismo sucede en lo relativo a la propia persona: cuando nos exigimos no sentir determinada emoción, o ser de una manera distinta a como estamos siendo, o alcanzar un supuesto ideal que nos deja “empequeñecidos” y devaluados, se puede decir que, en cierto modo, estamos ejerciendo violencia hacia nosotros mismos.

La presencia compasiva, por el contrario, no exige nada del otro –ni de uno mismo– y acepta la experiencia tal y como es. Es, por tanto, un estado de aceptación incondicional y, por ello, terapéutico, en tanto que propicia la generación de un espacio libre de conceptos acerca de lo que “debería ser” o de “cómo debería ser” determinada persona o circunstancia.

Podemos sintetizar las bases sobre las que se asienta la Presencia Compasiva en 4 pilares:

1. Estar en contacto íntimo con uno mismo.

2. Permanecer abierto y receptivo a la experiencia tal cual se va desplegando.

3. Ofrecer espaciosidad y expansión de conciencia.

4. Estar con y para el otro, acogerlo incondicionalmente.

Estar con uno mismo en presencia compasiva

La forma más directa de cultivar este estado para con nosotros mismos es aprendiendo a reconocer nuestra experiencia tal y como es. Reconocerla permite, al mismo tiempo, acogerla tal y como es.

Entonces, en primera instancia nos abrimos a “lo que hay”, eligiendo reconocer las cosas sin la habitual distorsión cognitiva de la exigencia, la idealización, la expectativa, la anticipación u otros procesos cognitivos que suelen interferir en el reconocimiento “desnudo” de la realidad.

Lo anterior requiere de autoconsciencia, así como de un entrenamiento atencional por el que aprender a observar y conocer la propia mente y sus contenidos.

Para adentrarte en dicho “entrenamiento”, te proponemos tres prácticas:

1º Varias veces a lo largo del día detén por unos instantes tu actividad, tanto la externa como la interna; toma tres respiraciones profundas y, seguidamente, pregúntate:

¿Qué está sucediendo en este instante?

Sencillamente, se trata de enfocar tu atención hacia lo que ocurre “en tiempo real” y reconocerlo, al tiempo que tomas consciencia de si tu mente está,

simultáneamente, generando algún tipo de rechazo o aversión (lo podrás reconocer a través de la conocida “cantinela” de pensamientos, tales como: “Me gustaría que esto fuese de otra forma”, “me gustaría que esto no estuviese pasando”, “esto no me gusta…”) o, por el contrario, de atracción: (“Me encanta esto…”, “ojalá nunca terminase este momento”…).

No se trata de “hacer” nada con la reacción o interpretación que la mente elabora, si no tan sólo de observarla y darse cuenta, para poder reconocer lo que acontece tal cual acontece, con mirada nítida y “limpia” de proyecciones.

2º Cada vez que suceda algo que te genere cierta contracción o resistencia, pregúntate:

En realidad, ¿qué pensamiento o creencia me está generando esta contracción, dolor o malestar…?

Es obvio que lo que es… ya es. Podrá agradarnos más o menos, pero es un hecho; por tanto, cualquier malestar añadido estará reflejando, en realidad, una resistencia a la vida tal y como se va desplegando.

Reconocer con qué “filtro” miramos los sucesos –que, por cierto, no son ni “buenos” ni “malos”… Sencillamente, SON– es tal vez la vía más certera hacia la libertad interior y la aceptación incondicional de nosotros mismos, incluida nuestra experiencia de vida.

Si tras formularnos la anterior pregunta detectamos la distorsión que nos hace estar en “modo–lucha con la vida”, entonces estaremos en disposición de aceptar incluso nuestras resistencias a las cosas tal cual suceden… Esa es una puerta directa a la presencia compasiva.

3º Dedica 20 minutos al día a la práctica de la meditación: sencillamente, siéntate y cultiva el estar contigo mismo/a en silenciación interna y quietud. Este es el entrenamiento atencional por excelencia.

La práctica meditativa consiste en aprender a atestiguar los contenidos que “circulan” por el propio psico–cuerpo; quien medita, aprende a contemplar desde cierta distancia sus pensamientos, emociones y sensaciones físicas. De esta forma, se va tomando una perspectiva más amplia del mundo interior y de las reacciones habituales ante la vida.

Este “entrenamiento” permite ir “desautomatizando” los arraigados hábitos mentales –en especial lo que más daño le provocan a uno mismo–, y elegir nuevos hábitos más alienados a la realidad presente.

Estas tres prácticas, cuando las cultivamos de forma sostenida, nos permiten acogernos y aceptar nuestra experiencia de vida tal y como se va desplegando instante a instante. Este es el principio de una nueva forma de relacionarse con uno mismo, una forma más benevolente, flexible y creativa.

Estar con otra persona en presencia compasiva

De una manera parecida a la práctica meditativa, el estar en presencia con el otro conlleva “vaciarse” de los contenidos personales, para así brindar un espacio amplio.

Cuanta más vacuidad de los propios asuntos, de los conceptos, juicios y necesidades, más cerca se está de permanecer en presencia, así como de generar un espacio terapéutico de encuentro en lo profundo.

Dar espacio amplio y ecuánime al otro es brindarle la posibilidad de que mire dentro de sí, sin necesidad de protegerse o de “demostrar” nada en especial.

 

Cuando estamos con la otra persona poniendo la voluntad de acogerla en su completitud, estamos eligiendo acoger su experiencia tal y como es; tal aceptación radical desencadena un proceso de transformación profundo.

Acoger al otro y su experiencia sin pretensión de cambiar nada, es propiciar que la naturaleza más genuina –la del otro y la propia– pueda emerger y ser reconocida. Al mismo tiempo, es brindar la posibilidad de reconectar con el núcleo íntegro de sí mismo, ese centro esencial que no se ve afectado por ningún vaivén externo.

 

“El regalo más valioso que podemos ofrecer a los demás es nuestra presencia”. Thich Nhat Hanh

 

Terapia Transpersonal

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