Las 40 Puertas: Meditación y Compasión. Por José María Doria

Abre la Puerta 35 del libro “Las 40 Puertas”: meditación y compasión

Bien sabemos que los problemas que afronta la condición humana se basan en la ignorancia e inconsciencia que, al parecer, nos vienen «de fábrica» y sin consulta previa. Dos limitaciones que se superan con las insospechadas capacidades que gravitan en el alma humana. ¿Qué hacer para despertar los dones que en ella dormitan? La propuesta que surge tiene tres avenidas: la primera consiste en observar los propios procesos mentales y mediante ellos reconocer la sombra. La segunda propone la práctica de la meditación en cada mañana. Y la tercera consiste en mantener la atención plena y compasiva en la vida cotidiana.

Resulta increíble evaluar las consecuencias neurológicas que se derivan de una práctica tan sencilla como la de la meditación. Se trata de un entrenamiento de veinte a cuarenta minutos diarios por el que nos mantenemos en quietud física, atenta y observadora. ¿Cómo algo tan sencillo puede generar consecuencias tan relevantes como el incremento de la eficacia en el mundo y el afloramiento de la paz interna?

No es nada nuevo. A lo largo de miles de años la antigua sabiduría ha venido proponiendo la práctica contemplativa como antídoto a la inconsciencia. Hasta hace pocas décadas quienes meditaban necesitaban cierto grado de fe en las consecuencias positivas de esta práctica. Actualmente las cosas han cambiado. No nos movemos tanto por fe o creencias. Nuestra mente racional consulta los resultados neurológicos de quienes perseveran en la práctica, y, a poco que indagamos en las monitorizaciones neurocerebrales de los meditadores, vemos resultados positivos de tal magnitud que no resulta extraño terminar comprometidos con tan poderosa práctica.

Muchos son los beneficios que se derivan de trabajar en el cultivo de la presencia del aquí y ahora. Recientes investigaciones realizadas por los laboratorios más reconocidos de la neurociencia señalan al unísono resultados medibles, como, por ejemplo, el in- cremento de la actividad en el lóbulo prefrontal en una mayor presencia de emociones positivas, el aumento de la masa gris del cerebro, o bien el refuerzo de rutas neurológicas más empáticas y compasivas, el retraso del envejecimiento y la mejora de la concentración, entre otros muchos regalos evolutivos que despliega esta práctica que ya se trabaja en colegios, empresas, hospitales y centros deportivos que baten marcas.

El entrenamiento atencional en el siglo xxi se reformula ajeno a doctrinas e ideologías. De hecho, con el término «mindfulness», se hace referencia a un estado de atención que, mediante el enfoque deliberado en el presente y sin enjuiciamientos ni etiquetas, invita a fluir por la vida abriendo avenidas a lo que venga. Alguien dijo al respecto que, si bien rezar era «hablar con Dios», meditar «era escuchar- lo», es decir, escuchar el silencio del corazón como susurro del alma.

¿Cómo se aprende a meditar? En gran parte se aprende a meditar meditando. No hace falta una gran instrucción para sentarse y desplegar el testigo que se da cuenta de cada pensamiento que aparece y pasa. En realidad, y teniendo en cuenta el colocar la espalda derecha, hacerse consciente de la respiración y mantenerse en la actitud compasiva, podemos iniciar este ejercicio tan al alcance de toda persona.

Se trata de entrenar «la conciencia sin elección», es decir, el mantenerse presente en «lo que hay» y observar de manera neutral y sin preferencias. Pronto descubrimos que «lo único que no cambia es el observador de lo que cambia», y que este despliegue del observador conlleva establecer cierta distancia con la mente pensante, la distancia justa como para permitir observarla. Bien sabemos que «el ojo no se ve a sí mismo», y que para ver al ojo tendremos que «salir del ojo». De la misma forma, la mente, para conocerse a sí misma, tiene que «salirse de ella» y convertirse en «cosa vista». Esto evoca la metáfora del pez que hasta que no da un salto sobre el agua no se entera de que aquello en lo que vivía inmerso era agua.

Salir de la mente e instalarnos en la conciencia supone el ejercicio iniciático por excelencia. Un ejercicio por el que sostenemos la mirada a las mil y una distracciones de nuestra mente a menudo dispersa. El entrenamiento consiste en volver a la presencia tantas veces como nos percatemos de que nuestra mente se ha despistado siguiendo a un pensamiento cualquiera. Se trata de volver una y otra vez, y tantas veces como haga falta, a la presencia que atestigua sin juicio el fluir de la consciencia.

Mantener esta práctica día a día precisa de un compromiso con nuestra vida, tal y como lo podamos hacer con la alimentación, el ejercicio físico y otras responsabilidades que asumimos como básicas. Cuando la mente se estabiliza, el corazón se abre, y es entonces cuando florece el amor compasivo como nivel más elevado que el ser humano experimenta. Se trata de esa bondad amorosa que sur- ge ante la aflicción y que se recrea en la alegría que produce con- tribuir a la felicidad propia y ajena.

Sentir compasión no es precisamente sentir lástima. En realidad el sentimiento de compasión genera un campo de energía que de alguna forma «llega» a la persona afligida y activa sistemas neurales que, de forma inmediata, la reconfortan. Ya se dijo que, si nos acercamos al dolor desde el temor, sentiremos lástima; por el contrario, si nos acercamos desde el amor, sentiremos compasión.

La meditación es una práctica amable, una práctica en la que sostener el enfoque de la atención en el momento presente. Se trata de un ejercicio para realizar desde un corazón compasivo que desea el bien a todas las personas. En realidad quien medita cada mañana activa al testigo silencioso que representa nuestra identidad verdadera: la conciencia. Día a día, la práctica contemplativa, como gimnasia sagrada, va penetrando en los pliegues de la ignorancia y la inconsciencia, y, asimismo, día a día, también devenimos más atentos y dispuestos a la acción hermanada.

Desde el seno de esta práctica diaria, orientamos la energía atencional al laboratorio que se abre en los pequeños actos de la vida cotidiana. Al poco tiempo de practicar el silencio consciente, el ser humano aprende a identificar sus resistencias, sus conflictos y las evocaciones dolorosas de sus memorias. Verdaderamente, cuando uno aprende a sostener sus emociones sin «reaccionar», se da cuenta de que puede «responder» sin la influencia del temor que podría eclipsar al respeto y la belleza.