Sufrir no es lo mismo que sentir dolor

 

Una perspectiva transpersonal

 

En una primera etapa el ser humano sufre a causa de la estrechez y limitación de su identidad pre-consciente. A lo largo de este periodo de nuestra vida, solemos movernos entre el rechazo a lo que nos resulta doloroso y el apego a lo que nos brinda complacencia. Sin duda es esta la fuente del sufrimiento humano. El dolor no puede ser eliminado de la vida. Sin el dolor no existiría el placer. De la misma manera, la rosa sin sus espinas no sería rosa.

 

¡Cuán a menudo quisiéramos eliminar las espinas para quedarnos tan sólo con las rosas!

 

I Noble Verdad que declaró Buda: “La naturaleza de la vida es sufrimiento”

 

A menudo, es a través de las pérdidas que vivimos como vamos descubriendo que, precisamente, la repudia del dolor es lo que nos trae sufrimiento.

 

Desde luego sentiremos dolor cuando perdemos algo o a alguien muy querido, pero ¿Podemos acaso no sufrir? El camino para ello está en cultivar un corazón abierto mientras el dolor está presente.

 

El sufrimiento es la consecuencia del discurso intelectual, del bucle tóxico que se genera en torno al dolor y nuestra resistencia. Así, para diluir nuestro sufrimiento bastará con dejar de negar una cara de nuestra vida y acercarnos al dolor, aceptándolo como algo habitual y orgánico en nosotros y en los demás. Realmente, lo que sí podemos hacer es distanciarnos del drama ante el necesario dolor que toda vida humana conlleva.

 

Recordemos que, nada permanece…, todo cambia.

 

Está en nosotros la capacidad de sostenernos en medio del dolor ante una pérdida. No se trata de aminorar ni tampoco dilatar el dolor más de la cuenta, pero sí de abrazarlo en la confianza de que las brisas de la vida volverán a soplar en algún momento cercano. Con una mirada renovada, sosegada y madura, abierta a lo que hay, sin dramatizar ni evadir.

 

De este modo el duelo y el dolor habrán cumplido su tarea, y nosotros nos viviremos más ensanchados en el enigmático camino de la vida que, en espiral, nos lleva “sin darnos cuenta” de la identificación con nuestro entorno al abrazo consciente del mundo y de los otros. Mientras que el niño inocente no sabe que lo es, el adulto autoconsciente se sabe inocente, y podemos sentirnos en comunión con los demás desde el estado de plenitud del que se sabe no-separado del resto del Universo.

 

Tú no estás en el Universo; es el Universo el que está en ti. Nisargadatta

 

La autoconsciencia no lleva a la desarticulación del drama en torno al dolor, pero, sobre todo, en lo más íntimo sabemos que, aunque el ser amado haya fallecido, el amor compartido late en el corazón y no se extingue con el desvanecimiento de un cuerpo físico.

 

Si bien el adulto autoconsciente no es ajeno ni está exento del dolor de la vida, gran parte de su sufrimiento ha cesado con el desarrollo transpersonal.

 

Desde la actitud transpersonal gestionamos las pérdidas y estrechamos el dolor en la medida que nos liberamos de la ingenuidad de “la película mental” y soltamos y aceptamos que lo que viene también se va. Las pérdidas que enfrentamos desde la presencia consciente son vividas desde una mayor ecuanimidad y confianza transracional encuadrada en una visión expandida de la existencia.

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