Tu dolor tiene sentido, por José María Doria

Cuando hace su aparición el dolor en nuestra vida, lo primero que solemos hacer es indagar en su causa. Algo en nosotros sabe que el dolor hace las funciones de alarma. Tras percatarnos, nuestra mirada rastrea queriendo hallar ese espacio erróneo sobre el que “hacer algo” para restaurar el bienestar.

La aparición del temido dolor

Sin embargo, no todo suele estar así de claro. No es lo mismo que nos duela una rodilla y, tras hacernos una radiografía, sepamos que, por ejemplo, un ligamento está inflamado, que cuando se trata de otro tipo de duelos de mayor intangibilidad.

A menudo, el dolor nos inunda desde un espacio de íntima contradicción y conflicto que refleja partes oscuras de difícil iluminación. Y en esta circunstancia es en donde puede aparecer resistencia y confusión.

Reconocemos entonces que nuestro yo se asemeja a un entramado de influencias diversas. Son las voces internas o subpersonalidades las que irrumpen en nuestro escenario y demandan atención; voces que tratan de abrirse paso, ser atendidas y encontrar equilibrio. Si una de estas partes –por ejemplo: “el yo-tirano”, el “yo madre, el yo carencial”; o bien el “yo salvador, o incluso el “yo víctima” o tanto otros– se ve a sí misma exiliada, no tardará en clamar para ser reconocida, socavando nuestro bienestar.

Distorsión, ansiedad, contradicción, incertidumbre, violencia, resentimiento… Hay muchas vías que alteran la armonía primordial. Al final comprendemos que el obstáculo no solo está en el camino, sino que ES el camino. Y así como cuando duele la mencionada rodilla la cosa tiene una solución de ámbito mecánico; por el contrario, el mundo psicológico y emocional requiere de autoindagación y desarrollo de la consciencia para restablecer el equilibrio y volver con mayor madurez y creatividad al flujo de vida.

Cuando un ser humano soporta el duelo de la pérdida y, por más que trata de aceptar esta, su dolor persiste y no le abandona, no es raro que, mirando a las nubes del cielo, tenga sentimientos de este tipo:

¡Dios! ¿Qué sentido tiene este dolor!? ¡Invento maldito éste de hacer pasar al ser humano por la dualidad de las rosas y las espinas! ¡¿Por qué habremos nacido tan capaces de percibir la belleza de la vida, para luego tener que pasar por infiernos tan estúpidos y estériles a los que no encuentro ningún sentido?!”.

Y cuanto más despiertos estamos, más nos resistimos a aceptar la posible esterilidad de nuestro sufrimiento. Nos rebelamos ante el sinsentido de atravesar el desierto de nuestra alma.

¡Diablos! ¿Así porque sí? ¿Acaso porque nos toca en una misteriosa lotería un accidente, una muerte inesperada, un conflicto insospechado, una traición repentina, una noticia desgraciada, la catástrofe repentina…?

Y cuanto más rugiente se manifiesta nuestro dolor, no es extraño que alguien se diga:

“¿Por qué a mí? ¿Quién ha inventado esta locura de vida? ¿Qué mente tortuosa ha consentido esta noria de placer y dolor? ¡Diseño patético el que tira de nuestros hilos hacia absurdos sufrimientos! ¿Por qué tras el Sol de primavera, una súbita pedregada arruina la fiesta?, ¿qué puñetero diseño apaga de pronto la luz y arruga el mantel?

Parece costoso asumir que, tras vivir la grandeza de la alegría y la ternura, tengamos que soportar este encapsulamiento en cuerpos que se debaten entre deseos y miedos.

La impotencia y la miseria parecen estar inevitables en el “menú” de nuestro camino hacia la íntima Ítaca. Cuántos miles de años más deberemos peregrinar hacia nuestra utopía de unidad en la fusión con las estrellas.

Sin embargo, una y otra vez, constatamos que, tras la tormenta, el dolor remite. Llega el alivio de la luz que viene. Sabemos que está amaneciendo. La caída tocó fondo y una vez más sonreímos ante el ascenso.

¿Tuvo sentido mi dolor?

Una parte de nosotros ya no quiere mirar atrás, no desea evocar el infierno que pasó y, en consecuencia, se ocupa de borrar recuerdos dolorosos. Esta misma parte intuye que, de nuevo, aquella lotería que le trajo la desgracia, ahora le trae confianza.

Quien emerge, rebosa gratitud y anhelo de crear en el naciente júbilo de ser.

Podemos mirar atrás, pero más allá de resolver lo que quizás no está resuelto, no deseamos recrearnos en el momento pasado, porque éste ya no existe.

Sabemos que, si nos quedamos atrapados en aquel dolor que ya se fue, corremos el riesgo de vivir enredados en lo que se fue, a la vez que amenazados de que de nuevo pueda llegar.

¿Dónde está la salida de esta locura en la que no hay primavera sin invierno, ni invierno sin primavera?

¿Nos hemos preguntado si tal vez lo que duele es el agrietamiento de las murallas del corazón, cuando éste quiere liberar bondad y compasión?, ¿si el dolor acaso se deba al

parto de una nueva identidad?, ¿si el dolor surge como desprendimiento de la vanidad y prepotencia de nuestro ridículo ego que, tan a menudo, nos secuestra?

¿Hemos observado si por cada oleada de dolor, nuestro corazón ha crecido algún milímetro y, con él, nuestro espíritu de colaboración?, ¿si por cada noche sin dormir y si por cada lágrima vertida cayó un pedazo de nuestra vieja identidad? ¿Nos hemos percatado si sentimos a nuestro ego más rendido, al tiempo que emerge un anhelo profundo de servir a la vida?

¡Ah! ¡Qué gran paradoja! Aquel dolor estéril y absurdo que ya pasó, ahora sospechamos que tuvo sentido. Comprendemos que la ceguera y la desesperación de no comprender su sentido, forma también parte del juego.

En caso contrario, el dolor sería la mitad de dolor. Algo en nosotros se rinde en el no saber. Damos entonces las gracias a la Inteligencia de Vida que parece sonreír implícita y traviesa tras las bambalinas.

“¡Qué pequeños somos!”, nos decimos abatidos y a la vez maravillados.

La comprensión súbita que, cual relámpago ilumina la noche, permite que nuestra pasada amargura se vea relativizada. Sucede que el dolor aparece como consecuencia de la maduración evolutiva.

¿Qué podemos hacer para evitar de nuevo la llegada del dolor?

Hubo un Buda que señaló el noble sendero medio como camino de superación del deseo y el apego que causan sufrimiento. Por el noble sendero medio desplegamos templanza y sostenemos nuestras emociones más incómodas. Quien lo sigue, amplía el gris que sortea los extremos y se determina a caminar en atención plena por el filo de la navaja.

Sucede que nos hacemos amigos de la respiración consciente que, como ansiolítico natural, nos permite volver al centro. Sabemos que en el centro del huracán hay quietud. Para sentarnos en ella en medio del movimiento, nos interiorizamos y, al hacerlo, nos vivimos en el momento presente. La vida cotidiana entonces, tal cual viene, nos ofrece un espacio sostenido de autoindagación muy motivador para crecer y expandir la consciencia.

Un día nos encuentra el impulso de servir a la vida. Gracias, decimos. Ahí está la felicidad. Comenzamos a poder estar a solas con nosotros mismos. A mayor servicio, menor miedo a la soledad cuando esta nos visita.

Sabemos estar en silencio: en el silencio interno en medio del ruido. Nos entrenamos cada día en la meditación. En tal entrenamiento desplegamos confianza en la vida y en nuestros recursos cada vez más profundos. Sabemos que vendrán otras contracciones, pero confiamos.

Cada día observamos con mayor nitidez nuestros procesos internos. Discernimos y comprendemos mejor el Gran Juego. Constatamos que la medicina por excelencia es el crecimiento integral.

Al tiempo, intuimos que deberemos cultivarnos toda la vida. Nuestro jardín interior deberá estar siempre atendido. No parece haber forma de vivir de rentas.

Cada día, desde el ser, hacemos lo que toca. Cada día, escuchamos la voz del corazón y recorremos la travesía de la vida enraizados en la paz que somos en esencia.

Madurez,

sentido,

silencio.

 

 

 

 

José María Doria

Fundador Escuela de Desarrollo Transpersonal y Fundación Transpersonal