“De pequeño me dijeron que la rabia era mala”

La expresión “es un niño/a muy bueno” está muy generalizada, y es posible que te hayas sentido aludida por ella. Parece que la principal característica del niño bueno es la ausencia de rabia. No solo se ha catalogado como “mala” la existencia y expresión de dicha emoción, sino que en numerosas ocasiones la “maldad” acababa encarnándose en la propia personalidad del niño. A muchos niños se les ha dicho no solo que la rabia era mala, sino que además “eran malos” si la expresaban.

Educar para eliminar la rabia

Numerosos esfuerzos educativos se han dirigido históricamente al intento de erradicar las expresiones de rabia en los niños. Es muy posible que, de hecho, nunca nos hayamos cuestionado si la rabia es realmente tan mala como nos dijeron. Incluso programas educativos bastante recientes parten de la premisa de que la rabia es el enemigo a combatir, y que esta lucha es el único camino para llegar a mantener relaciones armoniosas y promover una cultura pacífica.

¿Qué es lo que no termina de encajar en este enfoque? Esta opción aparece sin duda como la más razonable, si desconocemos el poder inconsciente de la llamada “sombra personal”, concepto que ha tenido más repercusión en el mundo de la psicoterapia que en el educativo. Sucede que cuando tratamos de desterrar la rabia de nuestra gama natural de emociones, de forma invariable pasamos por un fuerte sentimiento de culpabilidad y vergüenza cada vez que se nos “escapa” algún asomo de la misma. Sin embargo, su influencia tiende a hacerse aún más fuerte al ser desterrada a la sombra de nuestra conciencia.

Cuando no nos permitimos sentir rabia, su expresión en las personas que nos rodean se vuelve especialmente irritante e intolerable debido a que proyectamos fuera lo que no podemos, o no nos permitimos, reconocer dentro. La implicación educativa de este paradójico fenómeno de nuestra mente es que cuanto más pretendamos luchar contra las expresiones de rabia en los niños, más nos irritará su comportamiento, y más nos acabamos enfadando. Si somos capaces de contener nuestra propia ira (algo que no siempre ocurre) por tratar de ser coherentes con el mensaje que queremos dar de que “la rabia no es correcta”, es muy posible que nos resulte difícil el ser conscientes de hasta qué punto nuestro tono de voz, los gestos faciales y corporales transmiten con virulencia agresividad en nuestra comunicación.

Como adultos nos hemos acostumbrado a convivir con todas estas contradicciones, paradojas e incoherencias; sin embargo los niños saben perfectamente que “hay gato encerrado” en nuestra comunicación, y buscarán ir al límite porque no comprenden el mensaje que les transmitimos. Si se portan “bien” y consiguen contener su rabia, una parte de ellos observa que el enfado del educador ha sido efectivo. Lo lógico por tanto es que tiendan a aprender a usar su rabia de forma instrumental, y después sentirse culpables por hacerlo. Sucederá entonces que se habrá transmitido educativamente el círculo vicioso de la rabia.

Cómo actúa la rabia

Los niños más rebeldes, sin embargo, ponen a prueba al educador. Huelen la rabia tras la máscara de la racionalidad, y de forma incontenible desean verla estallar. Su mensaje, inmensamente sabio, es: “tú me estás diciendo que la rabia es mala, pero lo cierto es que tú también la estás sintiendo en este momento”. Vistos desde la perspectiva de “maestros”, los niños señalan aquello que nos falta por integrar en nosotros mismos.

Otra forma inconsciente en la que actúa la rabia desde la sombra es la de pasar al otro la patata caliente del sentimiento de culpabilidad. Cuando te resulta inaceptable la posibilidad de que el enfado forme parte de ti, no eres tú el que te enfadas: son los demás los que te enfadan. Cuando la rabia y la frustración del educador salen a flote, la justificación inmadura más extendida es “tú haces que me enfade”. De esta forma, reforzamos aún más en el niño la etiqueta de “eres malo por enfadarte y, además, por hacerme enfadar”. ¿No estamos poniendo aquí demasiado poder en manos del niño?

Un enfoque diferente sobre la rabia

¿Cómo sería una mirada más comprensiva y compasiva hacia la ira, que nos permita aceptar su inevitable presencia? Esta mirada cargada de inteligencia emocional ve en la rabia una forma de expresión de nuestro poder interior, que puede ser bien canalizada para defender un espacio vital marcado por ciertos límites, o para perseverar en la consecución de algún objetivo. Cuando la ira está reconocida e integrada, nos permite comunicarnos con seguridad, convicción y firmeza.

Cuando el educador se permite revisar en profundidad sus creencias, puede entonces desmontar precisamente la creencia de que “la rabia es mala”, lo que probablemente habrá escuchado durante toda su vida.

Después de todo, enfadarse no es tan malo. Y, sobre todo, tenemos derecho a enfadarnos cuando sentimos que las normas de convivencia son rotas por los niños. Reconocer, aceptar y valorar la energía del enfado, curiosamente nos lleva a una expresión más suavizada, creíble y coherente; se convierte entonces en una energía menos torrencial que cuando dicha emoción actúa desde el inconsciente.

Por su parte, los niños también se sienten mucho más liberados al no tener que jugar ese juego incongruente de ocultación y expresión de la rabia. No es su rabia la que es mala, y mucho menos ellos mismos. Dejan de sentir que quizás haya algo que funciona mal en su interior (y en el de sus educadores), y que la rabia es una emoción como cualquier otra: tiene su momento, su función y su particular mensaje.

Pueden dedicar entonces sus energías a modular y encontrar formas de expresar su rabia de una forma consciente, en lugar de negarla y reprimirla inútilmente. Desde la perspectiva del acompañamiento a los niños en el despliegue de su inteligencia emocional, el objetivo educativo no es el de aniquilar su rabia, sino permitir que, a pesar de estar en contacto con ella y reconocerla, pueden realizar acciones llenas de vitalidad y energía, alternativas sin embargo a acciones agresivas y violentas.

El niño que no sabe poner límites a sus compañeros, que no dice nada a quien le quita un juguete y se muestra irrespetuoso, que calla ante un insulto… se va apagando, desvitalizado, y sufre el riesgo de que su rabia no reconocida se vuelva contra él en forma de depresión o ansiedad. De hecho, uno de los efectos más dolorosos de la sombra inconsciente, es el de atraer la agresividad y el maltrato de otros compañeros. Bien sabemos que lo que no reconocemos en nuestro interior, se expresa una y otra vez fuera, ofreciendo oportunidades para la integración.

Cuando la ira pierde su virulencia al hacerse consciente, la educación se llena de alegría y vitalidad, y deja de ser tan particularmente desgastante y tendente a quemarnos. Fuera de la dualidad bueno/malo impuesta por la mente, la educación se vuelve más natural y todas las emociones encuentran su lugar y cabida.

Desde la educación transpersonal, el acompañamiento a los niños en el reconocimiento y gestión de sus emociones tiene que ver con mostrarles, siempre desde la propia comprensión y vivencia, que las emociones son “mensajeras”, y que si las atendemos desaparecen en cuanto han cumplido su función.

Desde la perspectiva transpersonal, el educador va incluso un paso más allá: al igual que los pensamientos, las emociones son objetos de la conciencia que aparecen en nuestro campo de vivencias. Podemos darles la bienvenida, permaneciendo abiertos a su mensaje, pero sabiendo que no somos la emoción que estamos sintiendo. El adulto que cultiva la meditación y la práctica de la atención plena en su vida, despliega progresivamente la conciencia de testigo desde donde puede sostener sus propias emociones y las de los demás…, al tiempo que acompaña al niño en su proceso de descubrir que es posible sentir la emoción sin creer que se “es solo eso”; que puede vivirla plenamente sin necesidad de juzgarla como buena o mala, sabiéndose como algo mucho más grande que una emoción. Entonces el niño puede descubrir que su verdadera naturaleza es y será siempre noble y bondadosa.

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