Sabemos en lo profundo que es el propio Universo el que nos reconoce y regala

 

Cuando un ser exquisito se despide y se aleja, queda flotando en la atmósfera un punto de consciencia que enciende la llama. Se trata de una ola sutil de serenidad y lucidez que se hace evidente al poco rato de su marcha. En realidad, todo ser humano emana una radiación que, como mochila etérea, registra la calidad de sus propias vibraciones y el ropaje de su aura.

Cuando pasa por nuestra vida un ser que ha observado su ego y que, sin demandar afirmación, escucha sin prisa y con la guardia bajada, comprobamos que ya comienzan a existir humanos que han hecho de su mente transparencia. Comprobamos que, en contacto con determinados seres, percibimos una suavidad y firmeza que envuelve claves que purifican antiguas heridas de nuestra alma.

Se trata de personas que, aunque no hablen directamente acerca de lo que nos pasa, llegan ahí dentro donde había daño, ahí donde nuestro ego herido, se encoge y clama. ¿Acaso se trata de un servidor de la vida que vuelve a casa?

Tal vez, es tan sólo la hermandad humana que sabe la clase de medicina que necesitamos para liberar miedos, suavizar aristas y barrer culpas pasadas.

Al cabo de varias horas, cuando uno se detiene y recuerda su presencia, sucede que brota una sonrisa y se respira más hondo, como si algo de suavidad perdurara. Y, aunque no hay razones para sentirse feliz, uno observa sorprendido que su corazón late en una alegría que recuerda al abrazo y a la afinidad del alma, “¿por qué?”, uno se pregunta. Tal vez porque alguien que hizo de su ego una máscara exquisita, nos brindó su aroma y la silente profundidad de su mirada.

El mejor efecto de las personas exquisitas se siente después de haber estado en su presencia. Ralf Waldo Emerson.

Cuando vivimos desde dentro hacia fuera, cuando el dolor nos ha vaciado de prepotencia y ya hemos disuelto nuestras más rígidas corazas, cuando sentimos la inofensividad y la ternura, sabemos que la lucidez está inundando nuestros pozos de oleadas algo más que humanas. En realidad, y en lo profundo, sabemos que es el propio Universo el que nos reconoce y regala.

Y todo este milagro de la comunicación no depende de la conversación, ni depende de observar si a dicha persona le apetecía saber de nuestra vida, ni de si habla bonito acerca del todo y de la nada. Se trata, tan sólo, de un algo que está más allá de la piel, más allá de los puros cerebros, y casi, de la mismísima alma. Sucede que simplemente la Gracia nos visita, que lo divino y fugaz quiere ser reconocido en el núcleo de nuestra pupila, en los latidos de nuestras más íntimas moradas.

Y tras el adiós de la despedida, uno sintiendo un sutil regocijo, levanta la mirada y pronuncia silenciosamente ¡Gracias! Y de nuevo, algo muy profundo se abre dentro, dispuesto a confiar y vivir con una visión más amplia.

“Gracias” dice uno, tras cerrar la puerta, a veces me visita el ángel con forma humana.

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